En la fila para chequear el equipaje recuerdo que se me quedó algo en casa, nada imprescindible, pero el hecho hace que comience a temblar. Es como cuando sueño que voy al Caribe y no alcanzo a empacar mi traje de baño.
Luego recupero el aliento al ver que he pasado la primera prueba del concurso: mi maleta pesa algo menos de los 23 kilos y de premio me dan un bording pass hasta Atlanta y otro de Atlanta a Nueva York. No está mal.
Me informan que en la primera parada debo cambiar la maleta de avión y eso me pone más nerviosa aún. En policía internacional una mujer con cara de nada desliza mi pasaporte por una máquina y mira un computador. Otra imagen onírica viene a mi cabeza: en la pantalla ve que tengo un novio llamado Clyde, que somos buscados por la Interpol y entonces se enciende la luz roja y suenan las alarmas, hasta que ella timbra mi pasaje y todo vuelve a la normalidad.
Luego hay que sacarse todo. La chaqueta, la mochila y el computador afuera. A mi derecha hay una caja que parece una obra de la artista Chantal de Rementería, llena de tijeras, cortaplumas, tenedores, encendedores y mil cosas más que nos advierten, nos gritan antes de que la maquina delate.
Mis cosas cruzan por debajo de los rayos y contengo la respiración por un minuto, mientras le sonrío al oficial que chequea, con mi mejor cara de amorosa y culpable. ¿Culpable de qué? No lo sé, pero de algo. No me dicen nada y piden al sujeto que ha pasado justo después de mí, que abra su mochila.
Agarro mis cosas rápido, para que no se den cuenta de que soy una fugitiva y entro raudamente al Duty Free y me intoxico con Dior, Givenchy, Tommy, Elizabeth Arden, Carolina Herrera y muchos más. Luego, voy al sector del maquillaje, me miro al espejo y comienzo a usar todo lo que encuentro: sombras, máscara de pestañas, un poco de corrector aquí y base por allá, labial, rubor y me convierto en una estrella de cine con suficiente glamour como para abordar un avión.
Pero antes, para que tampoco descubran que soy una infiltrada en el mundo de las luces, compro algo en la tienda libre de impuestos, una crema para las ojeras que espero haga milagros cuando venga la resaca del viaje.
Entonces a esperar. “Abordando al sector uno”, que no es el mío, ni lo es el sector dos, ni el tres, ni el cuatro… me han dado un asiento en la cola del avión.
Hace ocho años trabaje durante algunos meses como azafata de “una” línea aérea nacional y me consideraba de las menos bellas y agraciadas, entre tanta escultural, alta y blonda mujer, con uñas acrílicas esculpidas por chinos de Miami y piernas eternas bronceadas al sol Rapa Nui. Pero estas señoras son feas y mandonas. Me gustan las azafatas gringas, porque son señoras, porque es un trabajo más y no se creen del jetset, porque saben que su rol es clave y lo saben mejor desde el September Eleven.
Y hoy es September Eleven y estoy viajando en un avión gringo, rumbo a gringolandía, siete años después de ese September Eleven y 35 años después de ese otro Once de Septiembre.
Es un avión lleno de familias numerosas rumbo a Disney World, algunas personas de difícil categorización, como Yo y las señoras azafatas. Es el disfrute único de saberse a muchos metros del suelo, donde la nunca bien ponderada comida de avión me sabe deliciosa, el pésimo vino gringo se hace uno con mi paladar, mientras disfruto la mejor selección de películas que me ha tocado en un viaje.
Hasta ahora, todo va bien. Mañana veremos cómo anda la resaca del mal vino y el mal dormir, los ojos después de las lágrimas por tanta película romántica y mi cara de soy adorable y no culpable cuando pase inmigración y esté nuevamente en la tierra de las oportunidades.