Hoy murió Christopher Reeve. Yo lo conocí.
He escrito y contado muchas veces esta historia y seguramente hoy no tendrá tanta gracia como en oportunidades anteriores, pero haré “my best try”, como dicen los gringos.
A principios de 1994 me encontraba viviendo en Pikesville, un pequeño pueblo cercano a la ciudad de Baltimore, a una o dos horas de Washington D.C. Me había armado un auto intercambio estudiantil: me fui a vivir a la casa de mi tío Daniel e iba al Pikesville High School. Toda una experiencia.
Cada viernes después del colegio partía a Baltimore, allí compraba un “round-trip ticket”* y tomaba el tren a Washington D.C., ciudad donde vivía una de mis mejores amigas,
Trini La Memoriosa.
Allí pasaba los fines semana, salíamos a pasear por Georgetown, veíamos el río congelado y visitábamos otras partes de la ciudad. Los domingos volvía a la Union Station a esperar el último tren de regreso a casa, siempre con mucha anticipación, pues las primeras veces perdí el tren y me tuve que quedar donde la Trini hasta el día siguiente.
En eso estaba una lluviosa tarde de febrero… sentada esperando. Comencé a mirar una larga fila de gente que se había acumulado para comprar un ticket quién sabe a dónde… la espera estaba muy lenta, pues la fila casi no avanzaba.
Entonces lo vi. Era uno de los últimos. Estuve contemplando mucho rato, para asegurarme de que era él. Mi ídolo de la infancia y la adolescencia. El hombre perfecto y bello de “Pídele al tiempo que vuelva” y “Súperman”. No estaba segura, porque tenía su pelo rubio y un poco canoso y estaba vestido de forma muy sencilla: unos jeans beige claros, botas de agua hasta la rodilla y una parka azul.
Seis años antes Christopher Reeve vino a Chile para entregar su apoyo en una serie de actos que fueron organizados, bajo el lema de “Artistas por la Democracia”. Creo que él en esa oportunidad había estado muy cercano a mi tía Shlomit. Incluso, aunque yo tenía sólo 12 años, ella me llamó para invitarme a una fiesta, en la que iba a participar. Yo quería conocerlo sí o sí. Pero a esa edad, uno propone y mamá dispone. Ante toda una semana con amigdalitis y temperatura superior a los 39º grados, la respuesta de mi madre fue una negativa rotunda.
Pero ahí estaba yo, en la estación y a cada minuto más segura. Sí era él. Esta era mi segunda oportunidad en la vida para conocerlo y no la iba a desaprovechar. Entonces puse en marcha mi lema de vida. (“No hay nada peor que arrepentirse de algo que no se hizo”), tomé mi mochila, caminé hasta la fila, me detuve a su lado y le toqué el brazo.
- Disculpe, puedo hacerle una pregunta – Le dije en mi aún chapurreado inglés.
- Por supuesto – respondió, de forma amable y encantadora.
- ¿Cuál es su nombre?
- Chris ¿Por qué?
- ¿Es usted Christopher Reeve?
- Sí.
Temblaba entera, no lo podía creer. Pensé en Luisa Lane, en la mirada de Rayos X, en su fuerza, en Krypton.
Finalmente continué hablándole. Me presenté, le dije que era de Chile y que era sobrina de Shlomit, a ver si se acordaba de su viaje a nuestro país. Él me dijo que la recordaba perfectamente, que atesoraba muchos recuerdos de ese viaje y comenzó a preguntarme muchas cosas, muchas más cosas él a mí, que yo a él. Mientras la fila seguía avanzando muy lentamente, él quiso saber de mi auto intercambio, sobre mi familia en Estados Unidos y en Chile, sobre mi experiencia en el colegio de Pikesvile. Él me contó que iba a la casa de unos amigos en Conneticut, de su visita a Washington y algunas cosas más que ya no recuerdo.
Después de largos minutos de conversación, la fila comenzó a avanzar, decidí despedirme y volver al asiento frente a mi andén.
“Adiós”, me dijo en su también chapuerreado español, mientras me alejaba. Good Bye, le respondí.
De pronto me detuve. Nadie me iba a creer, yo conversando con Súperman, como viejos amigos en una estación de trenes en un día lluvioso. Abrí mi mochila y busqué afanosamente algo, algún papel, un lápiz. Y volví a la fila, con mi aguaguada libreta de Snoopy en la mano. No sabía cómo se decía en inglés, pero intenté explicarle que quería un autógrafo, con mucha vergüenza, por cierto, hasta que finalmente me puso algo así como: “To Paloma, with love Chris”.
En mayo del año siguiente, supe de su accidente y cada que vez que lo veía, recordaba al hombre encantador, que aprovechó una larga espera en una estación, para hablar con una joven, como si fuera más que una admiradora, como si fuera una verdadera amiga y regalarme una de las historias más lindas de mi vida. Gracias Clark.
*
Pasaje de ida y vuelta