Datos preliminares: desde pequeña fui buena para ver tele, aparato que ha sido como una droga para mí, por el nivel de evasión que me entrega. Puedo estar horas frente a esa caja viendo desde programas muy serios, hasta dibujos animados, pasando por espacios de manualidades, películas románticas, canales de música, biografías, telenovelas, noticiarios, etcétera, etcétera.
Y, muchas veces, cuando estoy viendo tele nada más existe en el mundo, porque yo estoy ahí, dentro de la pantalla, viviendo y sintiendo todo lo que pasa. Algo así como una enajenación experiencial.
Aunque en la época del colegio tenía un pequeño televisor en blanco y negro con manilla para cambiar los canales, con el paso de los años me he puesto más cómoda. Tanto ha sido mi apego al control remoto que me siento una afortunada por no haber adquirido lo que
Safura Abdool Karim describió como el “
pulgar de PlayStation”. Sin duda, desarrollé condiciones destacadas y una gran resistencia para este deporte. Y llegué a estar en las ligas mayores.
Hace dos semanas estoy viviendo sin televisión. El experimento no comenzó como algo voluntario, sino que la máquina se echó a perder. Renunció a su vida útil. Entonces, en lugar de reemplazarla, de comprar un último modelo, probar pantallas planas, pantallas gordas, o lo que sea, decidí adoptar una actitud estoica, rechazar (por el momento) la tentación que significó el amable ofrecimiento de la Liú y probar cómo es mi vida sin tele.
¿Qué les puedo decir? Ha sido duro, pero estoy sobreviviendo. A veces me descubro sentada en la punta de mi cama mirándola con nostalgia, como si estuviera encendida y los colores brotaran de ella, pero sé que todo está en mi imaginación, que sigue mala, que está desenchufada. En otros momentos, para aplacar la angustia tomo el control remoto y hago como que la enciendo y cambio los canales. Me siento mucho mejor, créanme. Pienso que es como cuando la gente intenta dejar de fumar y se pone cigarrillos apagados en la boca y bota humo imaginario.
Mi abstinencia no ha sido absoluta, debo confesarlo. A mediodía, en el casino donde almuerzo, mi atención escapa a las historias de mis compañeros de mesa, los ojos se fijan en la tele que está en una esquina del lugar y me evado por algunos minutos en un pasaje de una novela mexicana, cuya historia no entiendo, pero eso es lo de menos; en el metro se me han pasado algunos trenes por quedarme pegada mirando las pantallas que cuelgan en las estaciones, donde pasan noticias y videos musicales; en la
Bienal de VideoArte, estuve más de una hora acostada en una instalación, que consistía en una cama con un monitor sobre ella, mientras que la fila de gente que esperaba probarla era cada vez más larga. Además, creo que varios de mis amigos ya no me quieren, porque en actos compulsivos he apagado un par de televisores en casa ajenas; eso lo hago cuando me descubro en estado catatónico o escucho que alguien repite una pregunta a la que no respondí por estar pegada a la pantalla.
Dentro de lo positivo puedo decir que he vuelto a leer con devoción, me estoy aprendiendo nuevamente las frecuencias de las radioemisoras que más me gustan, he redescubierto el living de mi casa y estoy conociendo más el barrio y la ciudad. También volví a ir a museos, a cumpleaños de amigos, a juntarme para conversar un café… Pese a los beneficios, esto ha sido duro, pero se los prometo: seguiré en la lucha.
Recen por mí.