Creo firmemente en que todo esto se debe a que soy intrinsecamente desordenada. El orden absoluto es como una utopía, un sueño inalcanzable cuyo cumplimiento inspira buena parte de mis hábitos de consumo. Mientras en lo real, en el día a día, el desorden me consume.
Si mi departamento está impecable, tengo la capacidad de (en unas pocas horas) hacerlo parecer un bazar de calle. Soy incapaz de decidir la noche antes qué me voy a poner, y algunos minutos antes de salir de la casa, saco la mitad de la ropa del clóset hasta encontrar el atuendo que se adapte perfectamente a mi humor del día. Quiero llevar un pequeño cable que sirve para quién sabe qué, y saco la caja que está dentro de otra caja, que hay bajo el ropero... Y todo queda así, como si mi casa hubiera sido escenario de una redada criminal y los desconsiderados policías hubiesen olvidado poner todo de vuelta en su lugar.
Y día por medio vuelve la manía del orden y clasifico los discos por títulos, las poleras por color y las carteras por porte. Todo calza otra vez y todo ocurre mientras sueño con algún día llegar a ser minimalista y no comprar más zapatos y más cajas para organizar los zapatos.
Y todo esto, todo este caos, es parte, gracia y desgracia, posible y aceptable por el hecho de ser dueña y ama de mis espacios. Porque el desordenado, además de de aspirar con el orden y la clasificación, es dueño y señor y conoce sus espacios y sus desparramos. Por eso, sé perfectamente cuándo ha pasado por mi casa alguno de mis hermanos. Siempre algo está distinto.
El desorden propio es pensado, es conocido y es absolutamente manejable en pocos minutos si viene alguien de visita, porque me gusta recibir en la pulcritud.
El desorden es un placer privado, un espacio de libertad creativa, una invitación a crear fórmulas para alcanzar la organización y el orden perfecto.
1 comentario:
Jajajajaja no puede estar mejor descrito, te pasaste!
Somos hermanos, chócale!
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