La conversación comenzó en la fila para tomar el colectivo que cada mañana me deja en la puerta de mi nuevo trabajo, el cual está ubicado en uno de los sectores residenciales más exclusivos de Santiago.
Ella, simpatiquísima y muy guapa me contó que trabajaba como empleada doméstica para una de las familias más adineradas de Chile. Hablamos sobre lo grande que era la casa, cuántos empleados había y lo generosos pero dominantes que eran los miembros del clan con el personal de servicio. Así también conversamos sobre los viajes, ropa, cenas y costumbres de sus patrones.
A medida que su relato se iba desarrollando, yo comencé a encontrar cada vez más coincidencias con la trama de “La Mujer Justa” de Sándor Márai, un libro que he estado leyendo y que refleja el lujo con que vivían las familias más ricas de Budapest (Hungría) en el período entreguerras… y se lo dije.
“El libro cuenta la historia de un hombre muy rico, casado con una mujer de su misma clase social, pero él siempre ha estado enamorado de una sirvienta. Luego, deja a su primera esposa para casarse con esta otra mujer que había sido muy pobre. Lo interesante es que el libro está dividido en tres partes, cada una es un monólogo de uno de los personajes, como si estuviera hablando con un amigo. Así ves la misma historia contada con tres sensibilades absolutamente distintas entre sí. También es fabuloso cómo los relatos van dibujando con gran detalle y de forma vívida el ambiente que se vivía en aquella época, los escenarios, la riqueza y las costumbres. Y mientras más me hablas, más parecido me parece a lo que he leído en el libro, en especial por ese deseo de los ricos de tenerlo todo como una forma de tranquilizar el alma, siendo sin embargo un estado al que nunca pueden llegar”.
Después le conté uno de los pasajes que más me llamó la atención. “La mujer que fue sirvienta sentía fascinación por el mundo de los ricos y hasta se podría decir que llegó a ser uno de ellos, pero había algo que no podía tolerar. Era sólo una costumbre, pero generaba en ella un odio profundo. Cuando había sido empleada cada noche debía preparar las habitaciones antes de que sus patrones se fueran a dormir. Cuando abría cada cama debía dejar sobre ella el pijama perfectamente estirado pero boca abajo, para que cuando se fueran a acostar, sólo tuvieran que deslizarse dentro del pijama”.
“Todo sigue siendo igual. Casi exacto de como lo describes”, me dijo. “Cada tarde voy a las habitaciones, quito los cobertores superiores y abro la cama haciendo un triángulo especial, como en los hoteles de lujo. Dejo una botella de agua y un vaso sobre el velador y… el pijama estirado sobre la cama”.
“Es increíble, han pasado más de 60 años y todo sigue igual, pero en realidad no alcanzo a imaginar como es la vida allí y te confieso que me da entre fascinación y miedo el mundo de la gente con tanta plata”, le dije. “Yo soy profesional, me va bastante bien, pero vivo en un lugar muy pequeñito y no tengo cosas de grandes marcas. No tendría ropa para ir a una de las cenas que me cuentas, si es que me llegaran a invitar”. Creo que sintió un poco de lástima por mí y me sorprendió ofreciéndome regalos. “Mi patrona me da cosas finísimas que casi no ha usado. Es tanto que yo siempre le regalo a mis amigas y como me caíste tan bien, te podría dar algunas de esas cosas a ti”, me dijo cuando ya habíamos llegado a mi trabajo y yo estaba por bajar del auto.
Intercambiamos nuestros datos y nos despedimos con un beso en la mejilla como si fuéramos viejas amigas. Partí caminando, mientras pensaba sobre la continuidad del orden social y el intercambio de roles, porque mientras muchas cosas permanecen inamovibles, la vida da muchos, pero muchos giros inesperados.