Me ubico en el asiento detrás del conductor y abro muy bien los ojos y los oídos para presenciar en primera fila la conversación entre el chofer y su copiloto.
Se trata del típico amigo de turno, como podría ser su esposa, un ahijado, o el que vende los chocolates de dosporcien. Esta vez es un hombre cincuentón, corpulento y sudoroso, que hace gala de la sabiduría del pueblo.
“Mire, lo que hay que hacer es construir unos centros especiales de rehabilitación para estos cabros delincuentes. Pero de rehabilitación de verdad, donde los tengan trabajando y no de vagos. ¿Sabe cómo resolvieron el problema en los países nórdicos? Porque esos gallos si que saben ser efectivos… Metieron a todos los patos malos a un lugar así y los doparon bien dopados, con Diasepam y Lorasepam, para lavarles el cereblo bien lavado, porque es la única forma de solucionar todo esto. Hay que lavarles el cerebro a esos cabros para que se dejen de hacer huevadas”.
“Yo los mataría a todos y punto, porque la cosa hay que solucionarla de raíz”.
Creo que mis ojos no podían estar más abiertos y mi lengua casi sangrando mordida por mis propios dientes.
El análisis sociológico siguió en la micro hasta que llegamos a la Plaza O’Higgins. “No quisiera bajarme sin agradecer lo ilustrativo que ha sido viajar con ustedes. Hubiera aportado con mi opinión, pero no quise interrumpir su interesante conversación. De verdad, muchas gracias”.
En el bus de vuelta a la capital traté de atrapar cada una de las palabras que había escuchado, mientras la vibración del bus me mecía hasta el más grato de los sueños.
Foto de James Oligney en Flickr