Las duchas de agua caliente y el contacto con la civilización me hicieron ver la luz. Después de barajar posibilidades de ruta como atravesar a Chiloé o partir hacia Cochamó, supe con certeza cuál debía ser mi camino: cruzaría hacia Argentina por Futaleufú.
La decisión significaba perder casi todo un día, porque los buses de Chaitén a esa localidad sólo salen por las tardes. Sin embargo, en una suerte de agencia de turismo (de la Sra. Urbana) conseguí “algo” que partía a las ocho de la mañana.
“No va a poder ser na’ su viaje a Futa”, me informó el “docto” chofer. “Tengo muy pocos pasajeros y esa plata no me da ni pa’ la bencina… ahora, si usted pudiera pagar dos pasajes, ya podríamos negociar”.
Miré al hombre con desprecio, me puse la pesada mochila y partí hacia la salida de Chaitén dispuesta a hacer dedo (auto stop). Y confieso que recé… recé para que me llevaran pronto, pero también para que no me pasara nada malo. A los cinco minutos paró una camioneta y su chofer ¡Era un cura!
No sólo eso, sino que iba directo a Futaleufú, era uno de los tres sacerdotes que recorren los pequeños pueblitos de la zona e iba acompañado por una señora que era su amiga desde que se habían conocido en una parroquia donde él había trabajado algunos años antes.
Durante el camino vi los paisajes más impresionantes de las vacaciones y el sacerdote nos iba explicando a su amiga y a mí cada cosa del camino, de su geografía y de sus historias. Además paraba en todos los lugares más lindos para que pudiéramos tomar fotos.
Aunque inicialmente pensaba quedarme en “Futa” sólo un par de horas y continuar hacia Argentina, opté por seguir las recomendaciones de mi improvisado guía turístico: “Tú, que eres una chiquilla joven, no puedes pasar por Futalefú sin hacer rafting en el río que le de la el nombre al pueblo. Muchas personas de Europa y Estados Unidos vienen a Chile sólo para vivir esta experiencia y después se van sin visitar ninguna otra localidad del país”.
Y era verdad. Una experiencia inolvidable que pasé junto a Josh (el guía) y mis compañeros de balsa: Moshe, Marshal, Nicol y Daniel. Hace algunos años había hecho lo mismo en el Trancura Alto, pero el Futaleufú es por lejos mejor: agua turquesa, un paisaje sobrecogedor y mucha adrenalina, gracias a sus rápidos de categoría 3, 3+, 4 y 4+, todos con nombres divertidos como Dientes de tiburón, El toro, Cazuela y Mondaca… Sí, Mondaca, él más temido de todos y donde nuestra balsa saltó y se volteó en el aire tirándonos a todos al río…
Al abrir los ojos estaba bajo el agua, sólo veía cascos, piernas, manos y remos, mientras trataba de entender hacia donde tenía que nadar para salir a la superficie y poder respirar, pensaba en todas las instrucciones que nos había dado Josh para sobrevivir a una situación como esa, hasta que él me tiró del chaleco salvavidas y me subió de vuelta al bote. Ufff… ¡Qué aventura!
A la mañana siguiente me dispuse a retomar mi plan, pero era domingo y tampoco había buses que fueran hasta la frontera… Caminé hasta la salida del pueblo, nuevamente comencé a rezar y una hora más tarde llegué al límite del territorio nacional. Me despedí de los ocupantes de la camioneta que me llevaron hasta allí… era una pareja… ¡Una pareja de evangélicos!
Mi hermano Felipe se rió mucho con la historia y me preguntó si yo estaba tratando de cambiar de religión… Yo tengo otra teoría: pese a las distintas formas de acercarse a él, creo que Dios es el mismo y que me estaba acompañando.
Continuará…