Me encantan las flores. Siempre que puedo trato de tener flores frescas en mi casa. Lo único que me genera una sensación muy rara, son las flores asociadas a la muerte. Puede deberse a que soy judía, y en las ceremonias fúnebres judías no hay flores. Mientras para los católicos y personas de otras religiones, las flores aparecen como un elemento para despedir con color a la persona que parte, para nosotros es como algo más que está muriendo, que se descompone junto al cuerpo de nuestro ser querido. Los funerales judíos son austeros y llenos de simbolismos y eso me gusta.
Esta mañana acompañé a una amiga a comprar flores para mandar a la casa de una mujer muy joven que murió de cáncer dejando dos hijos y un marido. Cuándo estábamos por pagar mi amiga me dije “al igual que tú ella era judía”. Me quedé helada. Le expliqué que nosotros no llevamos flores a los funerales, que sobre las tumbas ponemos piedras. Ella decidió que mandaría flores igual para mostrar sus condolencias.
Cuando yo muera no quiero flores. Y no se trata solo de atenerme a la tradición judía. De hecho -aunque creo en D’s- no soy una persona profundamente religiosa e incluso quisiera ser cremada (lo que está prohibido por mi religión). Pero preferiría que en lugar de preocuparse de comprar flores, usen ese dinero en hacer un donativo a alguien a quién le falte comida, o para una fundación que plante árboles o realice investigación para curar el cáncer o el VIH. En lugar de ir a comprar flores les pediría que vayan a abrazar a mis familiares, que les lleven comida para que no tengan que cocinar mientras tienen pena, que cuenten historias de mis hazañas y locuras palomiles, que se rían, que canten, que cuenten, que coman, que piensen en emprender alguna acción loca y feliz en mi nombre.
Regálenme flores mientras estoy viva. Cuando ya no esté, regalen y regálense en mi nombre mucha felicidad.