“Cruce el río, después La Vega Chica, ahí está el Baratillo”, me recomendó una vendedora al ver mi cara de síndrome de privación dado mi fracaso en la búsqueda del canasto perfecto.
No sé cómo, si he estado tantas veces en el Puente Los Carros, La Vega Chica y en La Vega propiamente tal, nunca, nunca había pisado El Baratillo, un lugar que parecía sacado del Chile de los ’80. Un lugar de antes de los celulares, de la tele por cable, antes de la globalización y, por cierto, mucho antes de Internet. Si era como estar en una locación de alguna teleserie como Torre 10. Un viaje en el tiempo.
Tampoco encontré allí el canasto en cuestión, pero la visita valió la pena y más la pena valió la vuelta.
Decidí cortar camino pasando por dentro del Mercado Central. “Mi amor, yo la conozco a usted”, me dijo uno de los vendedores de pescado, y me lo dijo con tal seguridad y con tal capacidad de convencimiento, que me di vuelta, lo quedé mirando fijo y hasta le encontré cara de “sí, parece que nos conocemos”.
Cuando atravesaba esos segundos en que trataba de entender en qué capítulo de mi vida había actuado este sujeto, el hombre continuó… “Mi amor, yo la conozco a usted… usted se llama Juana”.
Me reí con una carcajada de las buenas, le dije ahora con total seguridad que no me llamo Juana, di media vuelta y comencé a caminar hacia la calle. “Pero si usted se llama Juana y fue mi polola”, aseguró quebrando su coartada perfecta para dejar entrever un piropo de feriante que sus colegas aplaudieron.
“Wena pu’ Lalo, casi te resulta, pa’ la otra dile que se llama María o Marta a ver si le achuntai y te resulta”.
Salí muerta de risa y satisfacción por haber sido víctima de un piropo elaborado y tan chileno como una locación de puestos de mimbre al otro lado del Río Mapocho.