Ser un experto en vinos se ha puesto muy de moda en Chile durante los últimos años. El tema no me había interesado mayormente y, como no soy una gran bebedora, me limitaba a probar lo que cayera en mi copa. Además, puesto que en mi país hay un gran desarrollo vitivinícola, siento que hasta los vinos más humildes gozan de cierto encanto.
En resumen, éste no era un gran asunto para mí, hasta que tuve una sobredosis informativa en menos de 48 horas.
El viernes por la tarde leí a Orsai y su incomoda pero divertida incapacidad para opinar sobre la calidad de los vinos. Obviamente me sentí identificada y reviví el sentimiento de admiración y odio por los que saben o dicen saber.
En la noche recibimos la visita de Mónica y Diego, mis grandes amigos que se “rejuntaron” y ahora son vecinos del barrio, lo que me puso muy, pero muy feliz y, en cierta forma, fue una noticia embriagadora.
Nos despedimos en la esquina de mi casa y partimos con mi amado caminando por el Centro hacia el cine. Sólo sabía el título de la película que veríamos, que tenía buena crítica y que era una cinta gringa independiente pero con varias nominaciones a los Óscar.
Más allá de la relación entre los personajes, “Entre Copas” (“Sideways”) resultó ser una película sobre el vino. Los protagonistas recorren diversas viñas de California, en Estados Unidos, llenan sus copas docenas de veces, mueven el vino, lo miran a contraluz, lo miran de lado, meten sus narices en las copas para sentir el aroma de los elementos más curiosos, lo beben y enjuagan sus paladares, para finalmente tragarlo. Salí del cine psicosomáticamente borracha y sintiéndome una experta en cepas, mostos y cavas, sin saber en realidad nada de nada.
El sábado, junto a mi amiga Piti fuimos invitadas por El Tren del Vino, para escribir un artículo que aparecerá en abril en una revista donde hace algún tiempo publico una columna sobre panormas.
Fue un día intenso que partió a las 7:45 en el Hotel Galerías. Horas más tarde, tras abordar uno de los vagones en la Estación de San Fernando, probamos exquisitas variedades de vinos y quesos a bordo de una locomotora a carbón, visitamos el Museo de Colchagua, almorzamos en el Hotel de Santa Cruz y visitamos un viñedo orgánico que fue un dejavu al filme de la noche anterior.
Me gustan las relaciones que se establecen en este tipo de tour, porque uno se ve obligado a hacerse un poco amigo de gente, que en otras circunstancias nunca hubiese conocido. Es una especie de viaje de estudios, pero muchos, muchos años después.
Volvimos a Santiago pasadas las 9 de la noche y en el mismo punto que sirvió de inicio a la aventura nos despedimos de nuestros compañeros de viaje.
Más tarde nos esperaban en la casa del Tuco y la Carola en Peñalolén, donde comeríamos un rico asado.
- Paloma, ¿Qué quieres tomar? – me preguntó el anfitrión.
- Vino, por favor- dije.
Cuando lo sirvió intenté disimular mis ganas de batir el vino, mirarlo a contraluz, mirarlo de lado, meter mi nariz en la copa y sentir en el licor el aroma a variados frutos silvestres.
Sólo mentalmente hice todo eso, para luego pasearlo en mi paladar y sentir el gusto del vino, que tenía sólo eso… gusto a vino. Entonces recordé, que más allá de la sobrecarga informativa, es un tema del que aún no sé nada, o casi nada. ¡Salud!