El viernes 1 de mayo, Santiago parecía una ciudad desierta. La mayoría de los comercios cerrados y muy poca gente en las calles. Pensé que toda la población había abandonado la ciudad por el fin de semana largo, pero no era así.
“La gente se desespera cuando por un día cierran los malls y en cuanto vuelven a abrir cientos de personas corren allí, llamadas por la desesperación y el hambre de consumo”, me explicó muy sabiamente el “Sr. H” cuando le conté lo impresionada que estaba con la muchedumbre que había el sábado por la tarde en el Parque Arauco.
Yo también fui en afán de consumo temporada otoño-invierno, cumpleaños mamá y casa nueva. Siempre hay buenos motivos cuando a uno le baja la compradora-compulsiva-reprimida que lleva dentro.
Pero lo que más me impresionó no fue el mar humano, sino el hecho de que era como estar en la Torre de Babel. Al menos un cuarto de las personas que repletaban el lugar eran extranjeros: brasileños, rusos, alemanes, franceses, italianos, argentinos, estadounidenses, etcétera, etcétera. Todos comprando como si el mundo se fuera a acabar.
Por un momento pensé que tal vez muchos de ellos eran turistas que habían tenido que suspender vacaciones en México y que en las respectivas agencias de viajes los habían “engrupido” con que Chile era un país tropical, con playas de aguas cálidas y transparentes.
Estaba yo en este desvarío mientras iba subiendo por una escalera mecánica del mall. Detrás de mí subió una pareja, los miré de reojo y escuché sus acentos. Él, extranjero anglosajón de quién sabe donde, unos cincuentaytantos, muy buen mozo, alto y atlético. Ella, chilena, en los tempranos 30, alta, morena, bastante guapa pero de poca elegancia. “Claramente se conocieron por Internet”, pensé al tiempo que daba vuelta mi cabeza con descaro para observarlos. Fue entonces que me encontré con la mirada del tipo clavada en mi trasero, mientras la chica miraba distraída los percheros del piso de abajo.
Hay que decir, señoras y señores, que la genética me dio unas caderas de grandes proporciones, medidas que el hombre estaba analizando con descaro cuando lo descubrí.
Al segundo el forastero levantó los ojos y se dio cuenta de que yo lo había descubierto. Inmediatamente llamó por el nombre a su enamorada, ella se dio vuelta y él le plantó un beso apasionado. “Ay, que rico mi amor”, dijo ella sorprendida.
Eso es lo que yo llamo un beso culpable. Ese que se da para aplacar los malos pensamientos o, en este caso, haber sido pescado in fraganti en un comportamiento “cara de raja”, término que en esta ocasión podríamos utilizar de forma literal.
Deduje entonces que hay cosas que nos dan cuenta de la homogeneidad del mundo globalizado: el hambre de consumo de bienes y la observación participante.